Hubo
un tiempo en que los anuncios no eran televisivos. La voz y la palabra eran
cosa de las gentes y de algún que otro gramófono de destemplada resonancia.
Eran tiempos de contados soportes publicitario, muy lejanos del panorama
multimedia que hoy nos invade.
Los
anunciantes y las marcas tenían que ingeniárselas para vocear las excelencias
de sus productos. Menos mal que la técnica litográfica hacía verdaderos
milagros ayudados por el arte que los grandes dibujantes de la época volcaban sobre
carteles, calendarios, folletos y un sin fin de soportes de pequeño formato.
Entre
estos últimos fueron habituales ciertas creaciones de ingenioso mecanismo;
anuncios de indudable capacidad seductora protagonizados muchas de las veces
por algún personaje famoso –lo que hoy llamamos publicidad testimonial--. Con
formatos, creaciones y formas tan caprichosas que en infinidad de ocasiones su
tratamiento corpóreo o movilidad los acercaba mas a un juguete que al folleto
tradicional.
El
testimonio en el caso que nos ocupa correspondía al gran Harold Lloyd, que por ese tiempo (años 20)
era conocido en España con el apelativo de Él --más tarde devendría en Gafitas--. Los actores de esos años eran tal vez los
prescriptores de mayor calado, su aureola de estrellas servía lo mismo para
recomendar una pasta dental que para ensalzar los placeres de un buen lingotazo
de vino, por desconocido que éste fuera.
El
soporte abajo reproducido, editado por la bodega Luís Rius de Badalona,
presentaba un mecanismo accionado por una lengüeta que permitía mover los ojos y la
boca al relamido cómico. Era, es, publicidad de otra época, ingenua,
enternecedora incluso, de la que llamaba al pan, pan y al vino, vino, sin
promesas altisonantes e ilusorias como muchas de las ofrece la publicidad
actual.